El acomodo que pudieron hacer fue con Mandinga adelante, para que entraran sus largas piernas y sus grandes patas y sus largos brazos. Le habían quitado, por supuesto, el colador de la cabeza y los tubos que salín a la altura del pecho y quedaban colgando para atrás por encima de los hombros. No obstante el aspecto seguía siendo extraño y vuelta a vuelta el chofer desviaba hacia allí la mirada, con disimulo y rapidez. Atrás los cuatro iban apretados y, aunque había bajado los vidrios, pronto se empezó a sentir un perfume extraño que, si no era marihuana –que no lo era- bien podría ser de marcela rubia o tal vez de alpargatas de yute. Por suerte Mandinga iba mirando hacia fuera, como reconociendo el camino, pensativo.
A Manuel le resultó divertida la situación. Allí en bonita cabina iban seis personas viajando en silencio por oscuros callejones de balastro, apretadas en esa lata, llevando al Diablo a curar sus heridas. ¿Quién se lo iba a creer? Y menos si en vez de Diablo se dijera Mandinga. ¡Pero justamente eso era lo que estaban haciendo!
Lo miró.-Todo lo que por encima del hombro de la flaca podía mirar para ese lado-. Sí, era como un gorila flaco y alto y con unos pelos largos en las mejillas, en un lugar que no podían ser patilla ni bigote ¿por eso le estaría mirando el tachero? Que..¡eh!
El pobre hombre perdió el control del vehículo derrapando en una zanja llena de arena en la que se enterró hasta los ejes… Hubo que bajarse del auto.
El último en bajar fue ese sujeto alto y peludo, con rasgos simiescos, que con su voz aguardentosa invitó a todos a seguir el viaje a pie. Ya se había dado cuenta de hacia dónde le llevaban y confesó sentirse tan mejorado como para caminar derecho. ¿Se dan cuenta? Ahí fue que Ernesto de Oliveira pagó el viaje con toda naturalidad, como pretendiendo hacer creer que los que viajaban con él quisieran nomás caminar y no hacer quién sabe qué cosas con esa muchachita, la Magda de allá arriba, que iba con ellos… Porque ese negro de Oliveira (que tendrá mucha plata pero que es negro) siempre fue de andar en cosas raras, que le viene de familia, porque la madre sin ir más lejos, que yo la conocí, era epiléptica, sí señor!
Cuando iban llegando a la casona Mandinga ya no daba más. Pidió un descanso a la altura del portón contra uno de cuyos pilares casi se recuesta, con lo que se hubiera ido a la mierda con pilar y todo, así de rajado que habían quedado desde que se cayo el arco superior con su antiguo letrero “Villa Hermosa” que fue sustituido en una simple madera clavada con el nuevo nombre elegido por Ernesto “Los Dogones” El equilibrio del muro seguía siendo inestable y Ernesto logró interponer su cuerpo ante la mole y sostenerla para que pudiera seguir caminando hacia los tres escalones del corredor que a Mandinga le parecieron cada vez más lejanos…
-¿Cría carpinchos sueltos? –preguntó, por decir algo el Cholo.
-¿Carpinchos…?
-Sí, carpinchos. Se acaba de asomar uno desde el corredor…
-Ah…ese…
El Cholo se rió.
-Esto sí que está bueno!
El “carpincho” desapareció, pero enseguida otro asomó su cabeza por sobre la baranda de la esquina, un instante nomás, apenas suficiente para que todos lo vieran.
Manuel sonrió para el Cholo. Iba a tener que explicarle varias cosas todavía.
(Esta es una historia continuada. Sería aconsejable leerla desde el post n. 1)
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169: Villa Los Dogones
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