Al mismo tiempo empezaron a sonar La Marcha Turca en el celular de Ernesto y Para Elisa en el de Magda.. Era que Giorgionne tenía noticias que le había pasado Pepponne y que la flaca trataba de transmitir con gestos y señales. En el otro la voz sintética de la compu anunciaba desde la caverna un informe de emergencia que Ernesto trató de escuchar en silencio. Pepponne había estado hablando con Mujica sobre el hombre de traje gris que ahora había sido dado de baja de los cuadros del Ministerio pero que nadie podía encontrar… El informe era por movimientos de bolas en la zona del refugio Maquis. En el archivo del Ministerio figuraba tres veces con nombres cambiados. Eran del tipo invisible que se usaban para operaciones especiales. Todo esto naturalmente es confidencial y si no hay filtraciones se podría contar con futuras ampliaciones. Se venían desplazando rumbo a las coordenadas del miembro número uno de la sociedad secreta, y estarán sobre el lugar exacto en sesenta segundos. Alerta máxima, se recomienda apagar las luces y los teléfonos celulares!
¿Ernesto se puso a gritar con la poca voz que le salía, ridículamente destemplada.
-¡Manuel, Manuel, vienen las bolas! ¡Apaguen las luces y los teléfonos y tirémonos todos al suelo!
La reacción fue precipitadamente torpe. Todos gritaron confusamente. Aníbal, empujado por Manuel, pisó una lata de sardinas vacía, perdiendo el equilibrio y yendo a chocar la mesa que se bamboleó derramando el vino de los vasos, el platillo de las aceitunas y el frasco de los arenques finlandeses. El mismo Manuel siguió de largo cayendo atravesado en el camino, por lo que Ernesto, que avanzaba hacia la llave de luz, tropezó a su vez y al caer se le escapó por el aire el celular que volando todavía seguía anunciando el alerta. Magda pudo apagar su teléfono pero no convencer al Dengue y al Roque de que se tenían que tirar al suelo.
-No estamos jugando. ¡Tírense al suelo, boludos!
El Dengue se metió debajo de la mesa a reírse. Magda se tiró tras los malvones y desde allí le decía que saliera. Roque preguntaba por qué y la Mulata miraba todos los movimientos y no atinaba a hacer otra cosa que quedarse quieta en su casillero mientras Aníbal reía como loco y repetía: Qué bueno, che, que bueno! Y Manuel se daba cuenta de que había quedado la luz del frente prendida por lo que se levantó para ir a apagarla y cuando ya hecho tomó aquella linterna que no tenía pilas a la que puteo con abundancia y tiró a la mierda cuando en un último intento empujaba al Roque al suelo y prometía a todos que después les iba a explicar las razones.
Claro que cuando todos estuvieron tirados de panza nadie hacía suficiente silencio ni tampoco pasaba alguna cosa que justificara tanto pánico. ¡Pero estaban en peligro! No daba para que casi todos dejaran escapar resoplidos de risa…
Se le ocurrió a Manuel otra idea: Irse de allí, que venía siendo el centro de la zona de conflicto.
-Vamos para el montecito de álamos que hay frente a lo del Toba! Pero en silencio y de a uno…
-Yo no conozco el camino –cuchicheó Ernesto.
-Seguime a mi. Pero ocultándote todo lo que puedas por debajo de los árboles.
Salio Manuel primero, trotando medio agachado desde un tronco a otro y oteando los alrededores a cada etapa hasta que dejaba de escuchar el trotecito de Ernesto que acababa de llegar al árbol que él había abandonado antes. El aire cortaba de ridícula expectación en el ánimo del comando al que se le había encomendado llegar a la casamata de la colina y silenciar el fuego de la metralla. Daba ganas de reírse y mandar todo a la mierda pero…¡Algo se movía allá adelante entre los troncos y la oscuridad! Era un cuerpo con tres miembros, no. Con dos miembros locomotores y un tercero arrastrando, a los tumbos… Resollando aire y quejidos… Manuel se protegió detrás del tronco e hizo señas, por si Ernesto lo estaba viendo, de que se detuviera. Se produjo un total silencio. Ni las moscas volaban, aunque sí voló de pronto algo más grande. Un murciélago o tal vez una lechuza que abandonaba la zona adivinando el peligro y… ¡Otra vez el silencio! Aunque…no. Si se escuchaba bien, por algún lugar de ahí adelante entre las ramas, ese ser estaba respirando con dificultad. El había sido oído por el otro y el otro…¡le temía! Los dos se temían.
Aguzando el oído pudo identificar en cual de las oquedades de la sombra se había refugiado. Tembloroso. Incapaz ya de seguir huyendo. Agazapado y juntando las fuerzas para que cuando fuera por fin atacado, poder defenderse hasta agotar la vida en el intento o degollar de un zarpazo al enemigo…que vendría a ser él. Manuel Aquelarre. Cuyo cadáver aparecería destripado en el monte a pocos pasos de su casa y cuyo asesino sólo habría dejado por el camino algunas goteras de sangre coagulada y un gran misterio para la crónica policial.
Se sintió una voz quejumbrosa:
-¿Manuel, sos vos?
-¿Y vos quién sos?
Se sintieron varios ruidos guturales y después…
-Me llamo Mandinga…
-¿El Diablo?
-No….Eso decían los curas, pero…
-¿Estás herido?
-No es muy grave…. Pero tendríamos que alejarnos de aquí.
Manuel llamó a Ernesto para que lo ayudara. En una depresión del terreno estaba el Mandinga, despatarrado y exhausto. Por lo que se veía entendieron que era como una especie de gorila flaco, cubierto de extraños ropajes y con un colador de fideos puesto en la cabeza.
Lo cargaron uno desde las piernas y el otro de las axilas… Pesaba como una vaca muerta.
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166: ARENQUES FINLANDESES
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