En San José de Carrasco, frente a la farmacia de Miguel, se estaba juntando mucha gente. También en Gianastasio y Becú, pero la noticia de la mayor concentración de allá, iba llevando a los caminantes y pronto el tránsito quedó cortado enseguida del puente. Eso no lo contó Julieta, sino Vittorio que había aparecido casi corriendo con la noticia del ultimátum que su mujer le había transmitido por teléfono. O volvía al hogar de inmediato a hacerse cargo de la conmoción familiar, el desconcierto de sus hijos –eran dos- y la congoja de su compañera o -podía elegir- que ya no volviera.
Manuel le dio consuelo. Que viniera con ellos a ver lo que estaba sucediendo y del otro lado de la muchedumbre se tomara algún ómnibus de los que hasta allí llegaban desde Montevideo. Eso le volvió la sonrisa a la cara, el entusiasmo y las ideas. Porque después de todo, el movimiento iniciado iba a necesitar una cabecera de puente en la capital, o mejor dos, porque también Pepponne luchaba desde hacía días con su deberes parentales, aunque se olvidara de toda otra obligación o compromiso laboral.
Ni quince minutos demoraron en llegar al puente. De ahí en adelante había que pedir permiso para avanzar entre la gente y arrimarse a la veredita de la farmacia donde ya con la voz bastante gastada Miguel peroraba levantando las manos por sobre sus escasos pelos. En eso estaban, pidiendo permiso y caminando como hormigas demasiado cargadas cuando alguien gritó el nombre de Manuel por sobre las cabezas. La multitud contestó con un clamor que fue creciendo mientras muchos brazos le subían en andas y le llevaban junto a Miguel. Trajeron una mesa y sobre la mesa una silla donde le colocaron en problemático equilibrio por encima del oleaje sonoro que la repetición de su nombre sin acuerdo ni orden producía. Desde esa altura pudo ver los lejanos límites de la asamblea más allá del entronque con Aerosur. Se sintió abrumado por saberse el sujeto de semejante clamor. Se salió de los límites temblorosos de su cotidiana estampa y de pronto estuvo en todas las gargantas y la espuma hirviente de las voces que no cesaban de arrullar un nombre que ya no le pertenecía. Cerró los ojos. Llenó el pecho no de aire sino de ese algo luminoso y vibráctil que sentía expandirse como una gigantesca burbuja de emoción compartida. Levantó las palmas de sus manos sobre ella y supo que iba a decir algo.
-Somos los dueños de este planeta.
No lo había gritado. Ni siquiera había hablado fuerte y sin embargo la multitud se recogió en el silencio que entre todos habían inventado.
(Esta es una historia continuada. Sería aconsejable leerla desde el post n. 1)
narrativa
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290: EL SILENCIO COMPARTIDO
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