Cayeron en la caverna como bomberos arrojándose por el caño cuando el carro ya marcha probando la sirena. Estaba mandinga comiendo salamín con queso, pero nada preguntó, lo supo y enfiló también para las bolas.
-Salgan primero que yo los sigo –dijo.
´¿Por qué los ángeles no pueden meterse para adentro? –preguntó Manuel, sin bajar la marcha.
-Porque les da pánico. Ellos son de los espacios abiertos, a esta cueva no entrarían jamás.
-Voy a probar las armas.
Eso fue lo último que dijo Manuel cuando ya se perdía en el interior de su bola y la ponía en levitación por tres segundos antes de desaparecer como una luz azul por dentro de las paredes de la cueva. Al otro lado fue la sombra de un murciélago blancuzco que trepidó silenciosa mientras subía seguida de tres escoltas hasta las nubes entrecortadas que de abajo casi ni se veían. La noche arriba estaba serena, aunque bastante fría. Se reunieron en la tradicional rueda y sintieron se presentes unos a otros, envalentonados por el temor y calmados por la resonancia mutua. Volaron al oeste, como vuelan los pájaros oscuros en la noche cuando alguna causa grave les ausenta de sus nidos.
Enseguida supieron que estaban encima del parque como a 2000 metros y desde ellos se tiraron en picada sobre los miliquitos camuflados con plumeros de chilcas que manoteaban hacia arriba como espantando un eclipse.
Manuel juzgó de pronto que había llegado el momento. Concibió y lanzó su primera burbuja teledirigida y enseguida otra y otra más, que salían sabiendo cual era la meta y que debían volver -como un boomerang- al punto de partida una vez cobrada la presa. Después, desde la derecha se animó el Cholo y después el Rulo. Fue cuando todos sintieron la carcajada que estaba pensando Mandinga al tiempo que lanzaba unas ráfagas de bolines de no más de un centímetros que pronto sobrepasaron a todas la burbujas y empezaron a caer sobre la militada que de pronto largando las armas se ponían a hacer movimientos de malambo y abandonaban sus puestos. Detrás cayeron las burbujas capturando cinco presas, entre ellas dos cabos y retornando a los aires, cerradas y contentas a la retirada que comenzó antes del fuego cerrado que desde adentro del monte surgió impetuoso e inútil.
Tenían que ver si Ernesto había zafado de su embargo. Tenían que ajustar los planes para una serie de ataques que detuvieran la invasión. Tenían que comunicarse con Vittorio, en Montevideo, para saber quien había roto el acuerdo. Tenían que ver que iban a hacer con los prisioneros…
Por eso Manuel había decidido no renunciar a la vuelta a su casita propia. Hasta los que van a morir en el frente al otro día, suelen encontrarse entre las ruinas humeantes alguna muchacha temerosa de no ser amada antes de que la próxima bomba le caiga encima.
(Esta es una historia continuada. Sería aconsejable leerla desde el post n. 1)
narrativa
Technorati Profile
304 El aleteo del Murciélago.
most-recent
No hay comentarios:
Publicar un comentario