Cuando Mandinga se fue Magdalena y Manuel se sentaron en la cama. Primero miraban al frente sin tocarse ni hablarse. No había necesidad. Sus conciencias se habían encendido y se estaban agrandando ya pasando los límites de cada cual como en una silenciosa película que fuera modulando los colores, esos tornasolados que se tejen como hebras multicolores.
Luego se miraron a la cara. Serenos rostros juveniles libres de toda crispación y de toda amargura aunque tampoco jocosos y ni siquiera sonrientes. La impasible expresión de los que sólo experimentan la implacable existencia de la existencia, lejana a todo pretexto, a todo subterfugio, a todo engaño.
Desnudos se acostaron uno en el otro sintiendo las melodías que estaban entonando con cada parte del cuerpo y con cada latido de sangre que por los vasos circulaba gritando su existencia en un universo en infinita y acelerada expansión.
Se compenetraron en todo sentido. Acto místico, misterioso que les borraba la conciencia clara de los límites y les acercaba a la compresión infalible de que por ahora eran ellos pero que sería fácil dejar de serlo para ser el otro, eso distinto e igual que se presenta tan cercano apenas cruzando aquel insondable abismo.
Y por un instante lo hicieron, inenarrable instante que nadie pudiera medir pero que sonaba como el silencio que sobreviene al golpe del gong antes de que el sonido llegue a nuestros oídos.
En ese tiempo sin tiempo se sumergieron y vivieron mil sucesivas vidas que sumadas y superpuestas no engrosaban más que una hoja de papel de fumar o el ala de una mariposa blanca sobre la que han caído algunos granitos de polen. Por qué decirlo. Por qué intentarlo, si sólo una poesía se necesitara.
Por fin durmieron abrazados a la desnudez del otro al que habían conocido de cerca, presenciando la luz latiente que hay en el centro de todo ser y que es lo único de real que pueda tener una persona.
Y despertaron cuando el aroma del café recién preparado cruzó la sala abandonada de la decrépita casona de Ernesto y sobre las tablas flojas de aquel piso avanzó a tientas, guiado apenas por el olfato, hasta el estudio donde en la parte baja de la biblioteca el sillón de todos los días se había transformado en cama y en la cama yacían, entre revuelos de sábanas, los dos jóvenes que se desperezaban.
(Esta es una historia continuada. Sería aconsejable leerla desde el post n. 1)
narrativa
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232: AROMA DE CAFE
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