Ya era de día cuando salieron, fueron a hacer una escala en lo del Rulo, pero no entraron porque Manuel tenía que seguir acompañando a la flaca que necesitaba volver por su casa. A saludar aunque más no fuera.
Volvió solo y se dio cuenta de estar pasando de nuevo por el lugar en que la bola camuflada se le había interpuesto en el camino. Tuvo miedo. Pero miedo porque un rato antes había pasado con la flaca. Miró para todos lados, aun sabiendo que era una tontería pensar que el lugar tuviera algo que ver… Pero igual, ¡tenía que cuidarse!...¿Cómo?...¿Cuidarse de qué y cómo?...Por la flaca, claro…. Pero si lo agarraban de sorpresa? Poco podría hacer él para evitarlo…¡La primera vez lo habían sacado del baño!
¿Para qué lo querrían? Parecía todo tan confuso. Que lo llevaran de una lado para otro, vaya y pase, pero…¿al pasado…? El abuelo no había sido, aunque lo sabía. Como sabía que iba a ocurrir le avisó a su amigo para que lo fuera a esperar a la estación. Le habría avisado marcha atrás en el tiempo cuando ya supo que había ocurrido… ¡Qué pedo! ¿Y por qué no le habría dicho a su amigo que cuando su nieto fuera grande lo buscara para darle las piedras? ¿O las dejaba escondidas y después le decía dónde buscarlas?
Claro que él pudo haber sabido mucho después, que la bola lo iba a llevar y cuando lo supo… mandar ese mensaje marcha atrás, calculando que llegara justo, o un poco antes para que el otro tuviera tiempo de descifrarlo…
Todo eso lo tendría que aclarar con el abuelo, aunque parecía que tampoco entendía demasiado. Había hablado de misterio, de cosas misteriosas… ¡Los guijarros! Ahora los recordaba, que habían quedado… ni se acordaba. ¡Qué vergüenza! El abuelo estaría esperando alguna señal, o mandando, meta mandar mensajes al pedo, y él boludeando… Aunque también… aprender a usar esas piedras le parecía que era lo mismo que permanecer metido en ese mundo de las cosas raras. Él prefería… Estar con la flaca, tener un hijo y agrandar la casita!
Cuando llegó fue derecho a buscar las piedras. La bolsa había caído desde la mesa hasta el suelo contra la pared. Sacó y contó las piedras. Sí, veinticinco. Puso el cartón sobre la mesa y arrimó la silla y se detuvo un momento a repasar mentalmente lo que debía hacer. Lo que debía hacer porque… si el abuelo se lo pedía…
Al meter la mano dentro de la bolsa se dio cuenta de que las yemas de sus dedos estaban más sensibles. Distinguían a las piedritas una por una, con sus temperaturas y sus posibles colores y especialmente aquella electricidad que corría por la superficie de algunas de ellas. Sacó una y levantó la mano sobre el tablero. La piedra enseguida empujó hacia un lugar del medio donde quedó bailando. Metió la mano y sacó otra de las eléctricas. Ella quiso bailar muy cerca de la primera, a su costado. La tercera fue rechazada por las que bailaban. Cada vez que Manuel la acercaba, las otras se retiraban! Cambió de piedra, buscando otra de las que chisporroteaban en los dedos. Esta sí fue aceptada con lo que Manuel concluyó que las piedritas que tenían electricidad eran compañeras y querían bailar juntas. Se había formado un triángulo achatado que con la cuarta se hizo como una forma de canasto y con la quinta ¡un pentágono! Igual que la forma del tablero pero chiquito y en el centro.
El baile ahora era extraordinario. Manuel se entretuvo un rato en sólo observarlas. Cinco bailarinas en una danza perfectamente coordinada, haciendo continuas variantes sin romper la sensación de algo regular e inteligente!
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