Eran las tres de la tarde y el Rulo lo estaba sacudiendo para que se despertara. Habían quedado en ir a entregar el trabajo a los Ferrari, más que a entregar, a cobrar que era lo interesante. El tipo, regresado desde Montevideo, ya estaría disfrutando de las virtudes de lo hecho por ellos. Un jardín resplandeciente y unas paredes impecables, libres de toda mancha de humedad, a no ser la humedad natural de las partes recién revocadas. Hasta la gotera del techo de la cocina había desaparecido. Que no había resultado ser una perdida del caño de bajada del tanque, como le había dicho Manuel a la señora de las tetas de Ferrari, sino una simple grieta, pequeña pero rompe bolas, en el hormigón justo en el punto en que el caño penetraba y que con un cacho de silicona se había resuelto. ¡Chau!
Cuando llegaban a la casa, justo el milico estaba entrando la Cherokee al garaje. Salió enseguida a recibirles enfundado en una campera de cuero negro, tipo motoquero. ¿Quién lo viera al tipo! Con esos mostachos re-milicos y esa cara de sorete mal cagado!
Estaba conforme en general con el trabajo y ya tanteaba con la mano en el bolsillo, seguramente lleno de plata, pero había un detalle, les dijo, que les quería mostrar en la cocina, a dónde le hizo pasar a través del comedor, donde saludaron a la señora, quien aunque recatadamente vestida no desaprovechó la ocasión para una derretida sonrisa, quedándose a la saga del grupo, detrás de Manuel, al que inundó con su biosfera de perfumes. Violetas de los alpes, azahares salvajes, flores de zapallo y una pizca de azafrán rayado.
La señora se quedó en la puerta y esperó a que su marido les mostrara lo que quería mostrarles, que no era otra cosa que la caída de la alacena completa y llena de vajillas sobre la mesada de la cocina cuyo mármol se había partido en mil pedazos sin dejar fuera del estropicio la canilla monocomando de acero iridiado de Persia que en ese momento, todavía, largaba un hermoso chorro de agua que se dividía en dos, con forma de ve de la victoria, que iban a mojar, el uno los restos machacados de la alacena al pie del anafe, sobre los restos retorcidos del microondas y un piélago de platos de porcelana de Hong Kong, por supuesto hechos pedazos; y el otro directamente al hueco que en la pared había quedado en el lugar que debiera ocupar la alacena, donde el agua corría salvando el desparejo terreno, como si fuera el agua de un manantial en la ladera de un cerro.
-Ocurrió hace una hora, yo venía de irlos a buscar a ustedes, dijo el milico a modo de explicación, para agregar lo que era el verdadero motivo de su comentario.:
-¿Cuándo arreglaron ahí arriba, ¿se apoyaron en el mueble?
-Nooo!
La expresión de Manuel fue completamente convincente, por lo menos para la señora, que acababa de entrar a la cocina y acompañó la casi indignada negación de ellos, con otra derretida sonrisa mientras jugueteaban sus dedos, debajo del busto, como comprobando la sedosidad de la tela, apenas celeste y muy poco traslúcida como para saber si las tetas estaban allí debajo sueltas, o no.
En conclusión, Ferrari propuso un nuevo trabajo. Fijar la alacena otra vez en su lugar y pintar todo el ambiente de nuevo.
-Me gustaría en tonos de malva. –Opinó la señora.
Ellos sonrieron, como conocedores del tema, aprobando aquella elección.
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