La mulata se quiso ir y se fue.
Manuel contó a Magda el motivo de su vuelta que no era para quedarse sino para volver con los guijarros y si era posible con ella para presentarla a la sociedad secreta de los Maquis. Lo del Rulo le parecía mejor dejarlo para otro día, hoy era importante mostrar el uso de las piedritas y entre ellos dos formaban un buen equipo.
Salieron muy ufanos a pie por el callejón –Manuel dejó el bendito equipo de lluvia y tomó la bolsa de gamuza- Magdalena de Troya de la mano con Alejandro Manuel Magno, grandes, casi imponentes en tamaño y en belleza, luciendo sus dorados bucles y sus pupilas celeste agua, rumbo a la definitiva consagración en la fiesta del oscar de la academia. También haciendo galas de campechana macanudez como todo aquel que se ha criado prácticamente en la calle. Esa calle que ahora no caminaban descalzos ni corrían descalzos, ni ensuciaba ella sus tobillos flacos de barro o polvo. Ahora era otro tiempo. Iban hacia una historia futura que ellos escribían paso a paso, latido a latido y que nadie –ni siquiera ellos- sabía hacia dónde conduciría ni si tendría un cercano y predeterminado final.
Vieron que la noche se había impuesto al día y que les rodeaba la oscuridad. Cuando pasaban por la más estrecha de las calles entre los pinos el brazo de Manuel rodeó el cuello de Magda para que sintiera con quién iba, protegida de la fría humedad, de la soledad o el abandono. Sentían así el pulso de la sangre acompasando la marcha en medio de la negrura, que no era para ellos una nada, sino primacía de los otros sentidos, los más internos y profundos que les estaban hablando del silencio compartido en un espacio por ahora sin luz. Un latido y otro que contesta, el aire negro, el canto de los grillos y la presencia de las cosas ocultas a la vista, vibrando su existencia e intercambiando, en nocturno juego de panaderos, las personalidades y los lugares. Yo soy un árbol, soy un médano, soy un hombre que camina, soy un cartel que aun no ha sido escrito…
Se detuvieron en un beso. En la oscuridad perfecta se encontraron los labios y las lenguas en moroso movimiento. Se recorrieron. Se estaban reconociendo en el sabor cuando de la nada brotó la luz para enceguecerles de blanco relumbre. Eran dos faros que desde adelante alumbraban a destajo y gritaban con destemplada voz:
-¡Pero si es Manuel! ¡Nuestro jardinero!
Temblaron de sorpresa y hasta temor, aunque enseguida comprendieran que aquella no era otra que la voz de la señora de las blancas tetas. Y que los faros debían salir con toda seguridad de la Cherokee del señor Ferrari, estacionada a lo oscuro y con el motor apagado -¿recuerdo de otros tiempos?- justo en el camino que ellos habían venido recorriendo. ¿Qué mierda estarían haciendo allí?
Saludaron apenas y retomaron la marcha haciendo caso omiso del amague de “charlemos un momento” que los tipos hacían al bajarse sonrientes del vehículo. Apresuraron el paso sin mirar atrás y pronto llegaron a Gianastacio dónde la luz artificial ilusionaba un clima diurno dominado por la presencia, entre las copas de los árboles, del alto tanque de agua de la O:S:E
-Desde aquí no son más que tres cuadras.
-¿Es una casa grande…abandonada?
-Ja, sí y no.
-¿Cómo, sí y no?
-Porque es ahí, pero no es ahí…
narrativa
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