Todo se hizo muy rápido. Fueron detectados ya cuando cruzaban las fronteras, las relativas fronteras del permanente armisticio. Más allá hubiera sido necesaria toda una escuadra de bolas angelicales para seguirlos. No era cierto que las bolas de los Mandingas estuvieran tan alertas ni tan armadas, pero… Se necesitaban mas huevos para cruzar esa línea imaginaria que los que pudieran tener todos los ángeles juntos y los arcángeles y las cohortes romanas. Mandinga reía. Se miraban con Mujica y ambos reían satisfechos. Ya sobrevolaban el planeta de los simiescos Mandingas, sus selvas y aquella graciosa fauna ocupada en continuos jugueteos que terminaban en los que siempre terminan los jugueteos. La continuidad de la vida.
Bajaron junto a la bola de cartapesta. Hicieron el trasbordo dejando a los ángeles de pergamino en poder de los Mandingas y se despidieron agitando las manos, como aquella escena de Tarzán y Jane al borde de la catarata gigante, cuando era Tantor y sus congéneres los que se alejaban luego de haberlos ayudado a derribar los muros de la fortaleza de Kun donde había estado prisionera la benévola pareja de científicos ancianos.
Despegaron sin novedad y cuando ya superaban la cumbre de la montaña verde Cholo fijó su mente en el paisaje de Lagomar, su costa, lamida por el río ancho, sus dunas apenas sostenidas por los ingentes pinares, el parador del Pichi, la cara del Dengue, el comité de base…Y en un momento supo que ahora el cielo brillaba de aquella manera que había siempre brillado sobre su cabeza, desde que fuera chico, correteando sobre el polvo de esas calles, hasta que su madre lo llamaba por la comida pronta poco después del mediodía.
Bajaron certeramente en el pastito de la casa de Manuel ante la sola presencia de Margarita, su madre, que resecaba sus manos en la tela cuadriculada del delantal, sin asustarse por tamaño engendro descendido de los cielos, porque sentía que eso le traía buenas noticias. Las buenas noticias que esperaba.
Pero se sorprendió sin duda cuando por la puerta asomó la fea trucha de Mujica y sus nervudos dedos que agarrados a los bordes parecían ayudarlo en aquel parto de si mismo que era atravesar bajando aquel pequeño hueco cuadrangular.
-Buenas tardes, doña, –fue el saludo.
-Buenas, -contestó ella- ¿tiene noticias de mi hijo?
-¿Noticias? Je,je...
Atrás venía el Cholo, reculando con los hombros de Manuel de tiro y la flaca trastabillando por no soltar los pies. Lo trajeron así, todavía muy flojo y atontado como para embocar sólo por una puerta estrecha, pero ni bien tocaron tierra le dejaron parado frente a su madre a la que contempló absorto, sin contener las lágrimas que rodaban por sus mejillas.
La escena fue emocionante pero prontamente arruinada por un ejercito de fotógrafos y reporteros que habían salido de detrás de los árboles portando flashes y cámaras y cables, gritando cosas tontas en jerga profesional y preguntando todas las bobadas que se pueden preguntar a una persona que no logra distinguir el pasado del presente y que tiene el alma inundada de la más elemental de las angustias.
Llegaron el comisario nuevo, la ministro de defensa, el embajador de Andorra, el Pichi en persona, las tres vecinas junto a las hermanas Bronté, el perro del Toba y varias personas que por casualidad pasaban.
Margarita anunció que tenía la comida pronta.
(Esta es una historia continuada. Sería aconsejable leerla desde el post n. 1)
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206: El viejo cielo de Lagomar
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