sábado, mayo 24, 2008

541. Momento Crítico

A partir de ese momento, es decir desde los sucesos ocurridos esa oscura noche del 8 de abril de 2008 sobre las arenas de la costa de Lagomar, toda la información sobre nuestra historia se vuelve confusa. No es que falten las referencia, que han sido muchas, sino que han sobrado, mientras siguen apareciendo los supuestos testigos que en principio estuvieron todos parados sobre las húmedas arenas, solitarios y mal entretenidos hasta que apareció sobre ellos, mejor dicho él, la destartalada bola de Mandinga con todos sus pasajeros. Dicen que al descender explicaron que no se arriesgaban a entrar a la base principal porque temían que continuara bajo el poder del príncipe de las tinieblas, más conocido por Satanás, que iban a hacer una exploración cautelosa y que en caso de encontrar todo en orden, iban a tomar medidas especiales de seguridad para el futuro.
También dicen, y aquí comienzan las discrepancias, que las líneas parecieron en el aire inmediatamente de haberse reunido y volado Mandinga de vuelta en la bola, según algunos. O que pasaron largo rato de conversaciones, intercambiando anécdotas sobre los extraños mundos que habían visitado involuntariamente, según otros. Coinciden todos en cuanto a que las líneas se dibujaron en el más completo silencio. Las cuatro verticales primero, desde abajo hacia arriba, delimitando de una manera abstracta el cubo que después se terminó de cerrar con las ocho líneas horizontales, una de la cuales pasaba exactamente entre Manuel que era el más cercano de todos, y los pies del supuesto único aunque multitudinario testigo. Coinciden en que todo el trozo de realidad se elevó por los aires, pero discrepan en cuanto a la progresiva aceleración que aquello habría adquirido en su giro vertiginoso que por último habría vencido la cohesión. Porque otros afirman que simplemente el cubo perfecto se elevó en la atmósfera hasta perderse de vista. Lo cierto...
Bueno, lo único cierto es que Manuel y sus amigos volvieron a perderse de vista justo cuando sobre la tierra se vivian tiempos dramáticos. El nuevo papa, que aquí no se llamaba Maledictus sino Nicolau, acababa de dar a conocer una nueva encíclica, llamada Per Sécula Seculorum, que proclamaba la inmovilidad, por divino deseo, de todas las estructuras sociales derivadas del antiguo orden establecido desde arriba. Los hombres podrían, sin pecar, en lo sucesivo reclamar por sus derechos, pero sólo en forma individual y con los respetos debidos al superior. Las reformas sociales que se hubieren arrancado por medios ilegítimos, verbi gratia, la huelga o la ocupación, a los patrones, dueños, administradores o diputados, devendrían a su anterior condición, anulándose por completo los actos administrativos ordenados sobre la base de dichas reformas. A César lo que es del César y al Papa, lo que es del Papa.

Las tropas de la Otán habían sido puestas en alerta roja, conjuntamente con la cuarta flota y algunos otros, para el caso de que los gobiernos anarquistas de Suramérica se negaran a reconocer la suficiente razón de las palabras infalibles del Papa. Por ahora en alerta sin movimientos, para dar tiempo a que los ángeles, en cónclave permanente sobre la ciudad de Nueva York. se pusieran de acuerdo sobre la mejor estrategia a seguir ahora que sobre los extensos horizontes sudamericanos volaban innúmeras escuadrillas de espantables naves negras. Las naves del verdadero Diablo.

Momento de mucha tensión que a los viejos les hizo recordar el día de la crisis de los cohetes de Cuba y a los jóvenes aprender la sensación de que de pronto la tierra podría desaparecer de debajo de sus pies.
Satanás presionaba a las comunas anarquistas para que lo reconocieran como el aliado predilecto y le aceptaran un observador caprino en cada una. Un coordinador, vamos, que no otra cosa iba a hacer dentro de la comuna aparte de transmitir alguna orden que viniera directamente del consejo militar que ejecutaba las del temible Satán. Toda una nueva concepción de la organización social que iba a lograr la síntesis perfecta de la libertad propia de la anarquía, con el orden y la organización propias del satanismo.

Negarse al pedido del diablo era hacerse de un nuevo enemigo. Aceptarlo era perder la guerra

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