Tuvo que arrastrarlo tomándolo de las manos. Lo arrastró poco porque advirtió enseguida que si lo llevaba así sobre ese suelo de arenisca, los pobres talones descalzos del tipo… Y además que no sabiendo para qué lado quedaba la salida era bastante ridículo andar arrastrando un hombre, por muy primitivo que fuera. Tenía que encontrar la puerta… ¡Eso era! Acomodó el Mem contra una pared y se puso a mirar a lo largo de la caverna que, como casi todas, era más larga que ancha. En los extremos se achicaba para seguir por un estrecho conducto. Arriba y a los lados era todo de esa arenisca rosa que… ¿De dónde saldría la luz que la iluminaba? Otro misterio. Como ese cordón negro que a lo largo colgaba de una serie de clavos y se terminaba metiendo también en el pasaje estrecho… ¡Un cable! Un cable que venía de afuera… de la casa del Mem probablemente. Así que siguiendo el cable…¡Ta! Lo iba a sacar arrastrando aunque se le estragasen los talones. ¡No lo iba a dejar ahí!
Lo agarró de nuevo y con él a rastras fue retrocediendo sin perder de vista, de reojo, el recorrido del cable y tratando de llevarlo por donde el suelo era más parejo… hasta que sintió que el tipo se quejaba.
-Soltame hijodeputa!
La armonía se recompuso tras confesar Mem haberse equivocado en la cantidad de gotas de jugo de hongos sanguíneos. Menos mal que Manuel no había tragado nada, porque si a él, que estaba acostumbrado lo había revolcado en convulsiones… cuanto más a… ¡Ni que hablar!
-Vení seguime, ya me siento bien. Pero… ¡cómo me arden los talones!
Se metieron por el agujero chico, dentro del cual apenas se podían mover horizontalmente gateando por el piso. Se dio cuenta Manuel, que dentro del tubo el Mem seguí con su charla porque en las partes donde el hueco era más ancho, algo se escuchaba y además porque el culo y las plantas de los pies se le movían con un ritmo que sin dudas era el mismo que el de su conversación.
Por último llegaron a un espacio dónde había una escalera. Era un viejo aljibe seco en el patio del caserón donde vivía el Mem, Ernesto Federico de Oliveira e Souza, maestro mayor de la Orden de los Caballeros Rojos y descendiente de la tribu de los Gung-As, los mayores cazadores de leones que han habido en el Brasil.
-Vení a casa, tomemos algo.
-Yo, en realidad estoy apurado, andaba buscando…
-¿A esta hora? Me parece que se ha hecho tarde…
Después de saltar del brocal del aljibe al piso Manuel se enderezó y pudo apreciar la sombra del caserón que les rodeaba por tres lados. Se le encogió el alma. Aquello parecía una de esas mansiones malditas en las que en las películas de terror ocurren las cosas más espantosas. Todo estaba a oscuras, salvo el cielo estrellado. Y silencioso, a no ser por los criques de los grillos que le parecieron demasiado cercanos y potentes. Ernesto Federico se adelantó y prendió las luces que le dieron a la casa un aspecto aun más tétrico al iluminarse ventanas y aberturas que parecían ojos que miraban y una boca de sonrisa macabra…
Entraron y todo lo que de afuera parecía decrepitud y abandono, por dentro se confirmaba, salvo un salón grande, estudio y dormitorio que parecía ser la única parte habitada de la casa. Allí todo estaba en ordenado orden, con muchos estantes que prácticamente rodeaban la parte central que era la que ocupaba la computadora.
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