Mientras decía eso iba cambiando su expresión como si se sorprendiera de algo que estuviera viendo. Su cara se ponía pálida, agrandó los ojos y… grito! Un grito agudo, estentóreo, horripilante! No pudo soportar ver que Manuel desaparecía de su vista en forma intermitente. Algo así como: ahora Manuel, ahora nada, ahora Manuel, ahora… La imagen de Manuel todavía sonriente y tirado en el suelo, desaparecía por momentos dejando ver en el espacio que debería ocupar, un más allá de baldosas desparejas cubiertas de fetas de mortadela pegoteadas de dulce de membrillo y mugre. Para reaparecer enseguida en el más acá, pretendiendo una continuidad imposible de creer.
-¿Qué te pasa, flaca? No me he hecho nada, fue sólo un porrazo!
Pero Magda ya no le oía. Había ganado la puerta, saltado el charco y ya corría desesperada bajo las estrellas que ahora titilaban inocentes en el cielo, como si nada pasara, como si Lagomar fuera un lugar cualquiera donde las cosas son lo que siempre fueron y las personas no desaparecieran ante nuestros ojos llevadas por las fuerzas de la oscuridad.
Después del grito, la pregunta de Manuel y la estampida de la flaca, nada más se dijo. Quedó el muchacho, aun de piernas abiertas, con la cabeza girada hacia la puerta que mostraba la boca negra de la noche fría en cuyas oquedades aun parecía retumbar el grito que seguramente había sido escuchado por muchos oídos que se habrían llenado de pánico.
Después de levantado, Manuel salió tras ella –ya no se le veía- por esas calles de balastro húmedo, cubiertas de tajadas de cielo entre las bandas oscuras del monte. Se cruzó enseguida con las hermanas Bronté apretadas hombro contra hombro y con las manos abiertas protegiendo sus pechos –que no tetas- como si algo terrible hubieran presenciado, con el perro gordo del flaco Gonzalez, que no acostumbraba ladrar ni a las motos que pasaban rápido y, con el viejo López, demasiado en pedo como para preguntarle si había visto a alguien correr y con… la Yiya. Con la Yiya en realidad no se terminó de cruzar, porque antes de hacerlo, ella le conoció y se le puso adelante en un rápido y habilidoso movimiento.
-¡Manuel!
-¿Qué hacés, Yiya?
-¿Vos corriendo…?
-Sí, estoy apurado.
-Y a los amigos de antes…¡nunca estás apurado para vernos?
Manuel retomó enseguida la carrera pero poco más allá comprendió que estaba perdiendo el tiempo. La dirección que había tomado, por la puta costumbre de ir hacia Gianastasio era casi la contraria a la que debería haber tomado si la flaca, como era de suponer, había rajado para su casa. Se metió entonces en los pinares por un sector poco poblado que él conocía tanto como las líneas de sus manos –que nunca se había puesto a mirar- No era posible que se perdiera, por oscuro que fuera el monte. En realidad tamaña idea ni cabía en su magín porque cada cosa, cada árbol a él le hablaba como a un vecino y le decían por dónde ir. Aquél pino quebrado, por ejemplo, que recordaba de aquella vez que volvía de un baile y que…pero no, más bien era aquel otro que vislumbraba por la parte más oscura y que…no…
Fue un resplandor impresionante y rojo que pareció atomizar hasta los pinos y las onduladas curvas de la arena, prendidas fuego en una décima de segundo que no dejó otro resto que un ser espantoso luminiscente como una braza, de pupilas de gato y labios amoratados, que de frente le estaba mirando.
-No andemos con rodeos, soy el Diablo.- Dijo.
(debe leerse siguiendo el orden numérico de las entregas)
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