lunes, marzo 17, 2008

495 ENTRE LOS TRONCOS

Recostó su espalda contra el tronco de un grueso pino y, desde allí extendió la vista por toda la superficie ondulada de terreno. De tanto en tanto aparecían esos mismos montoncitos de arena que elevaban el nivel de las despeinadas pinochas. Todos pequeños, todos estrechos... En su mente se produjo de pronto un silencio blanco. No podía pensar con pensamientos comunes, aquello le desbordaba. Era tiempo de dejar fluir su otra mente, esa que no precisa de ninguna evidencia de los sentidos, aquella que tantas veces le había salvado en las peores encrucijadas... Esa que ahora también se negaba a decir presente, dejándole en el silencio del monte, tonto como un hongo, callado como un olvido, desvalido como aquél que comienza a dudar de sí mismo.
Quince minutos estuvo sin percibir más que una agrisada versión de las distantes claridades que entre los troncos de los pinos venían hacia él desde el otro lado del monte. Estaba solo. O loco. No debía abandonarse.
Se levantó y con pausados pasos, volvió hacia la casa de Ernesto dispuesto a jugar una nueva partida.

-¿Cual era ese trabajo que me quería ofrecer...?

Observó cómo los ojos de Ernesto escrutaban sus facciones en busca del loquito de un momento antes. Un cambio de expresión que parecía decir "sigámosle el juego", pero también muchas dudas. Ernesto parecía más abrasilerado, hasta en los gestos y llevaba, sin disimulo, uno de aquellos relojes que valían una fortuna... Parecía el mismo, pero, parecía otro. Le contestó. Que de jardinero. Que le había mandado llamar por Cholo para que le pusiera en condiciones el jardín del frente al que su falta de tiempo le había hecho abandonar. Le nombró las flores que quería recuperar, las que pensaba conseguir y le recomendó esa planta de pequeñas hojas, la de su madre, aquella que supuestamente descendía de otra que su padre había hecho traer desde África. A medida que seguía hablando, ya dando órdenes, como si él en algún momento hubiese aceptado ningún trato, parecía irse calmando. Vestía unas bermudas con grandes bolsillos al lado de las rodillas, ocupados con cosas y mal cerrados, sandalias de anchas correas pegadas con esos abrojos, medias a media hasta, blancas y con raquetas de tenis cruzadas en los puños. No resultaba elegante ni parecía pretenderlo. Ahora le hablaba de la paga. Cinco mil por ponerlo en orden y quinientos por mantenerlo cada mes. Ni siquiera lograba saber si pudiera ser poco o mucho. Y seguía sin saberlo cuando su voz ya estaba confirmando la operación.

-Seis y seiscientos...

Volvería con las herramientas a la tarde

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