Son las cinco de la tarde y no habiendo llegado aun Bartolo con las páginas ensobradas para que yo transcriba al lenguaje de las piedras (Internet) en una nueva posta de la historia de Manuel -como hago casi todos los días- me decido a presentarme
Mi nombre es Eustaquio y lo ha sido hasta donde puedo recordar. Lo de Villalba no es tan seguro, pero no viene al caso. Importa sí mi oficio de escriba, aunque lo haga de forma tan particular, manipulando piedras, por lo visto idénticas a las que le regalara Abelardo a su nieto, mediante tan complicado procedimiento como el que ya les he contado. A mi me las entregó ese personaje peludo, negro y gigante que en la historia se hace llamar Mandinga, hace poco más de un año, cuando yo ya me había resignado a vivir recluido en este rancho de paredes de piedra, que me había construido para sobrellevar la soledad forzosa a que me condena mi condición. Soy una persona que no soporta la presencia humana -creo que nos dicen autistas- y mucho menos la palabra hablada, cosa espeluznante que me hace erizar hasta el último de los vellos y me obliga a meter la conciencia allá en la profunda cueva de la que luego no logro salir por muchas horas.
Acepté tácitamente la tarea, apenas medianamente comprendida, porque no tenía en que entretenerme luego de cazar algún bicho para comer, o juntar algunos vegetales de los que crecen por su cuenta. Mandinga supo cómo llamar mi atención sin espantarme. Nunca me dirigió la palabra ni puso su mirada sobre la mía. Vino varios días y al alcance de mi vista hizo bailar esas piedras y apuntó las letras sobre la roca que yo llamo “la mesa” con un trozo de caliza de la que aflora allá en el bajo. Eso fue todo. Cuando se retiraba dejando los guijarros allí, por supuesto que yo iba y repetía lo que había visto. Mi memoria visual es extraordinaria comparada con la de los comunes. Eso dicen los textos que ahora bajo de Internet con las mismas piedras con las que subo las postas sin importarme por palabras raras como laptop, widget, webmaster, blogroll y tantas otras. Yo soy apenas un escriba. Y encima autista. He aprendido el oficio y a falta de testigos que me acrediten, han de tener ustedes que creerme si les digo que mi velocidad es muy grande casi tanto como mi precisión.
Un buen día Mandinga dejó de venir, pero en cambio, cuando me acercaba a la mesa para jugar con esas hermosas piedras, ellas se ponían de improviso en movimiento, gesticulando las palabras que yo ya leía a primera mirada y memorizaba sin necesidad de tener papeles dónde escribir.
Un día me animé a contestar un mensaje. Mandinga me ofrecía escribir una historia que iba a ser leída en todo el mundo por millones de personas que durante el tiempo que estuvieran leyendo iban a conocer un nuevo tipo de emoción. La solidaridad de los humildes. La alegría de lo sencillo y otras de la misma clase que poco a poco podían regenerar en sus corazones la vuelta a los valores esenciales tan alejados del ruido y la agresividad del mundo moderno. Mi curiosidad y mi tentación fueron tan enormes que, apenas me explicó que los textos a transcribir me llegarían a diario de manos de Bartolo, un muchacho mudo y uranio que los dejaría sobre esa piedra chata, antes de huír, contesté mi aceptación.
Lo sorprendente ha sido enterarme de que se trata de una historia que está sucediendo en la realidad, por lo menos en parte. Muchas veces he visto pasar una, dos y hasta tres bolas sobre el paisaje que domino desde mi rancho. El Río Queguay no está muy lejos de aquí, tampoco ese pueblo llamado Guichón ni la Cuchilla de Haedo.
Hasta aquí mi presentación. E.E.V
Perdón, una cosa más: No se quién me manda los papeles.
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