Fue cuando Ernesto dejó de mirar a los otros. Ni siquiera al alcalde, quien ya se estaba poniendo incómodo por el giro de la conversación, o Cholo quien de todas maneras ahora miraba hacia abajo, como buscando algo caído debajo de la mesa.
Por las venas le comenzó a circular un líquido helado que parecía contener afilados cantos de navaja. Esa vieja sensación de cuando la razón encuentra sus límites y comienzan a danzar los espíritus ancestrales alrededor de las llamas, las heladas llamas de lo inevitable.
-Si es que tanto sabes de mi, sabrás como viajó mi madre desde África...
-En un cajón. Tu padre la hizo entrar en un gran cajón junto con otras mercaderías que fueron despachadas hacia Brasil.
Los labios de Ernesto ya no podían disimular el temblor.
-¿Pero cómo lo sabes..? No creo habérselo contado a nadie...
-A mí, sí. En el otro mundo donde éramos amigos. Yo viví en esta casa y en las galerías que hay abajo.
-¡¿ Galerías?!
.Sí galerías. Tampoco eso le has contado a nadie?
-¿Cómo galerías, qué clase de galerías... debajo de esta casa no hay nada... apenas un pequeño sótano que...
-Al que se baja desde la cocina, verdad? También se puede bajar por el aljibe seco.
Ernesto pareció sentirse superado. Llevó una mano al corazón, respiraba don dificultad y su cabeza describía órbitas descentradas. Pero tampoco Dengue continuó con su testimonio, se había tapado las orejas y comenzado a hamacar el torso nuevamente. Apenas murmuraba su propio nombre una y otra vez. De pronto cayó al la derecha de la silla y fue dominado por las convulsiones.
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