miércoles, junio 04, 2008

546. No cinco sino seis

Por el camino Manuel fue mirando las casas que parecían ser las mismas, con pequeñas diferencias, un árbol que había sido cortado, algún garaje que no conocía y varios autos muy nuevos durmiendo la medianoche bajo un cielo ya sin luna. El firmamento era por supuesto el mismo. La misma cola del escorpión coronaba las copas de los pinos preguntando con su gancho interrogativo, por el misterioso sentido de que lo que parecía ser igual, no lo fuera. Que las mismas estrellas allá en su incomprensible lejanía del espacio y el tiempo, de alguna manera estuvieran siendo otras, aunque casi identicas, en un abanico interminable de posibilidades engañosas...


Margarita, su madre, hablaba ahora sin parar. Por momentos se entusiasmaba contando acerca de los mil y un aparatos que había visto construir a su padre. Inventos muchas veces exitosos, aunque por desgracia nada rentables, como, la escala musical de diez y nueve notas, con la que interpretaba conmovedoras melodías en aquella especie de mandolina también de su autoría. La máquina de leer, a la que nunca
le había podido quitar esa entonación monótona y lamentosa que terminaba generando más sueño que interés por lo leído. Pero principalmente, su investigación inconclusa: La Computadora de Campos Resonantes. Aquel invento que le había consumido los últimos diez años de su vida, el resto de sus ahorros y tal, vez de su razón.


Cuando llegaban frente a la casa el haz de luz paseó nerviosamente por las paredes y bajó a encontrar el candado que unía las dos hojas de la puerta. Margarita giró la llave, el arco de metal saltó liberando las planchuelas y la hoja izquierda se adelantó casi sin un quejido. Estaban entrando en el claustro íntimo del inventor. El haz de la linterna se mostraba incapaz de iluminar ninguna comprensión en medio
de un montón de cables que se descolgaban desde el techo, como lianas en la jungla, sobre enormes cañones construidos a partir de gruesos tubos de plástico que se veían cubiertos de devanados multicolores dispuestos en capas sucesivas como las que cubren las cebollas. Y... de pronto, la luz pasó sobre la mencionada caja transparente. Fue algo muy fugaz pero no tanto como para que la vista de Manuel no lo registrara, quedando clavada allí, a pesar de la oscuridad.


Margarita encontró velas y las encendió. El galpón se mostró entonces en su verdadero tamaño y el aparato tambien. No se trataba de un bulto tan grande, sino que al tener esos cañones que le llegaban desde todas las direcciones, apuntando de común acuerdo al centro... Ese lugar que parecía emanar algo de sagrado, como un altar, como un sagrario, como un lugar donde las cosas importantes ocurren escapando a todo nuestros pensamientos cotidianos... Eso era lo que terminaba llenando casi todo el lugar pero... Esto era lo que importaba. Dentro de la caja habían
varios guijarros negros, muy parecidos a los que Manuel todavía conservaba en su mundo nativo. Pasó entre dos cañones con cuidado de no engancharse con los cables sueltos y se acercó a la caja. Los guijarros dormían.


Margarita logró encender un "primus" que encontró sobre una mesita lateral junto a unos jarritos enlosados, saquitos de té y un azucarero. Manuel miró a Magda, Magda se acercó a la mujer...


-Nosotros sabemos manejar esos guijarros...


La sorpresa de Margarita pareció casi un enojo que le hizo volver la mirada a la tacita sobre la que vertía el agua hirviente y ver cómo la tinta dorada se comenzaba a esparcir por todo el líquido. Paciencia. Tal vez no hubiese sido buena idea lo de mostrarle esas cosas a un par de muchachitos ignorantes...


-Quiero decir esos cinco que están dentro de la caja. El resto no...


Ella se rió. Se imaginaba que los cinco guijarros que podrían conocer serían las cinco piedras con las que se juega todavía al puente. No aquellos objetos a los que Su padre había dado pulimento uno por uno hasta lograr que pesaran exactamente lo mismo y tuvieran en su asimétrica forma una correspondencia punto por punto entre uno y todos los otros. Quién hubiera podido suponer, sin mediar las obsesivas
explicaciones del inventor, que aquellos objetos podían ser apoyados sobre plano en seis distintas posiciones de equilibrio, que dispuestas según seis distintas orientaciones en el espacio, terminaban codificando 36 elementos lógicos cada uno de los seis.


-Son seis los guijarros.


Magda se cohibió un poco.


-Bueno nosotros usábamos cinco...

-¿para qué...?

-Para enviarnos mensajes...



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