martes, octubre 28, 2008

616. La Sonrisa de Jesús

La sonrisa final de Jesucristo pareció extenderse por todo el ámbito de la cueva sin salirse empero de los límites de aquel rostro tan parecido y tan distinto a tantas pinturas relamidas y estampitas de las con bordes dorados y olor a goma arábiga. Era el mismo rostro, aunque ahora tan distinto con ese toque sarcástico. El mismo cuerpo, hostia sacramentada, aunque menos recatado o contenido entre los trapos, que el joven azul del cuadro Ingles que Ernesto había heredado y en ninguna de sus vidas había querido colgar. Pero sonriente. Sonriente de ese modo que hacía eco en los recodos de la arenisca rosada, aquí y allá, extendiendo la sensación de sonrisa por todo el entero ámbito que de ese modo también sonreía... sonreía misteriosamente ya. Hasta que de pronto todo Jesús se extinguió en un recortado perfil negro que nada contenía...
Mandinga fue el primero en asomarse al borde y mirar para adentro, que al parecer era posible, como mirar en el hueco de una sombra para ver todo lo que del mundo no se puede ver por el relumbre de la luz, Volvió la cara Mandinga hacia los otros y mostró en sus facciones la expresión del asombro, o al menos del desconcierto. Dijo algo confuso sobre que las imágenes se sucedían por un caño formado de perspectiva, al modo de la linterna mágica o esos aparatos a cuerda que mueven los muñecos fijos para producir la ilusión del movimiento. Un tubo, repitió, que se pierde hacia el pasado, como las sucesivas sombras de los sucesivos movimientos que hasta el infinito se supone que Jesús habría arrojado sobre el mundo, al mismo tiempo que por el otro extremo iría iluminando con miras al futuro.
Vinieron todos a asomarse, sin pudor ahora de invadir vida privada por entender que aquello ya no era una persona sino apenas el brocal de un hondo pozo sin fondo que tendría tal vez algún significado para entre todos dilucidar... Pero Manuel primero y enseguida varios otros, Magda y Ernesto, Cholo , Margarita y el Dengue, fueron chupados por el hueco y cayeron sobre la arena caliente de un desierto apenas matizado de escuálidos arbustos y algunos balidos de cabras. Más allá se veían una chozas y en la puerta de la primera estaba esperándoles el mismo Jesús, el de la sonrisa, ahora vestido de blanco y con la barba bien negra.

-Por aquí también hay gente que vive en cuevas-, dijo a modo de bienvenida, echándose a andar hacia las dunas, sin mirar atrás ni al parecer costarle avanzar con las ojotas sobre la arena.

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