-Bien, en ese caso... volvamos entonces- ,dijo Jesús tomando el extremo de la cremallera de guiones entre sus dedos antes de que se terminara de borrar, y comenzando a deslizar la mano hacia arriba, con lo que la anterior abertura se iba rellenando de espacio.
Con un gesto invitó a las damas a pasar primero, y con otro se despidió de los esenios.
No parecía disgustado ni contrariado, más bien perdido en lejanos pensamientos que no debían ser desagradables porque, a pesar de todo, en ningún momento había dejado de sonreír.
Quedaron en aquel espacio neutro, no mayor a un ascensor, incoloro e insípido, al que sin embargo por momentos llegaban los silbidos del viento del desierto y algunos granitos de arena que se estaban colando entre algunos de los guiones que habían quedado mal cerrados.
Chasqueó la lengua y se dispuso a entreabrir la cremallera para volver a cerrarla adecuadamente.
-Si no está bien cerrado este cachivache no funciona,-explicó.
No fue tan fácil. Al querer cerrar de nuevo los guiones se empezaron a transformar en signos de más y a zafarse unos de otros dejando huecos crecientes por donde soplaba una tormenta de arena mezclada con bosta de camello. -Que olor de mierda- rezongó asomando la cabeza fuera de la carpa. Pidió enseguida ayuda a Manuel. Que le tuviese una de las hojas virtuales bien agarrada mientras él estiraba la otra parte que se había encogido, vaya a saber, por la presión del viento y que no quería volver a engancharse con los guiones anteriores.
-¡No hay caso! ¿Voy a tener que hacer un milagro!
Todos se alegraron interiormente. Querían ya volver a sus pagos y además que cuando se habrían las hojas de la puerta, allá afuera, a pesar del vendaval vislumbraban las oscuras figuras de los cuatro esenios que, como estatuas silenciosas seguían con las cuatro manos apoyadas cruzadamente sobre los cuatro pechos, y eso... no parecía natural!
-¡No miren! ¡Miren para otro lado! -ordenó Jesús.
Todos dieron vuelta la cara y enseguida vieron relumbrar un relámpago y olieron un extraño gas que había llenado el escaso volumen de la cabina.
-Ya está.
Que había logrado cerrar se supo enseguida porque enseguida dejó de zumbar el viento y la arena negra de atormentar las caras, pero había un detalle nuevo. Un intruso orejudo. Un pequeño zorro del desierto que, temeroso de no ser querido trataba de esconderse entre las piernas de todos. Ernesto lo tomó en su regazo y enseguida le encontró nombre: Rommel
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