Mandinga entendió que le estaban dando permiso para retirarse. De golpe le vino la emoción de la despedida y sin decir agua va cubrió de besos a Magda y Manuel antes de alargar los pasos hacia la rampa en procura de su bola que había dejado sobre el césped de Los Dogones.
Manuel observó que su madre se había ruborizado. Le guiñó un ojo y estaba tomando de la mano a la flaca para con ella retirarse y volver a la vida que les gustaba cuando el aire de la caverna se puso a vibrar de aquella manera archiconocida de cuando entraban las bolas a cada rato. Era una de las propias, de papel y engrudo, que llevaba en un costado la bandera rastafari. Claro, era Mandinga que volvía a entrar, seguramente en procura de alguna cosa que habría olvidado...
Se abrió la puerta corrediza y desde dentro de la bola surgió un relumbre tembloroso que de pronto avanzaba a lo largo de la galería máxima. Alarmados todos se pusieron de pié y vieron que Mandinga salía acompañado de otra persona, tan grande como él pero que en vez de ser negro era todo de luz. Un hombre de tes olivácea, como a veces se dice por no decir mulata, con larga cabellera y barba canosa, vestido de paños envueltos y ojotas livianas, que entre ese halo luminoso caminaba sin sacarse la sonrisa.
-Bienaventurados los que no me siguen, porque ellos encontrarán el camino.
Margarita, creyendo que era una bufonada de Mandinga, largó la risa. Vittorio la trató de contener tomándola por los hombros y mirando la aparición desde el perfil. Rulo se puso pálido. Ernesto sintió que algo muy profundo comenzaba a ceder dentro de su mente.
Mandinga, sin dejar de acompañar los pasos del otro, miraba al grupo de sus amigos y, con sonrisa algo ruborizada, a cada momento encogía los hombros y con la mano mostraba a su compañero con ese gesto que se usa para presentar a alguien.
-Bienaventurados los que necesitan ayuda, porque ya están perdidos.
-Los que no preguntan, porque no esperan respuesta.
-Los que no tienen amor, porque nunca lo perderán...
-Quién es esta persona, -preguntó Cholo.
-Bienaventurados los sabios, porque nunca aprenderán nada. Los entusiastas, porque pronto se cansarán. Los jóvenes, porque pueden envejecer. Los ricos, porque conocerán la pobreza. Y en general, bienaventurado todo aquel que escuchando no entienda y que hablando nada diga. Porque ha llegado el tiempo de la siega y en él, todo lo que haya estará de más. Y todo lo que se eche de menos será el único tesoro.
-¿Será el anticristo...? -musitó Ernesto.
-Yo soy aquel que nunca existió, en eso consiste mi eternidad.Que nunca tuvo nombre, ese es mi nombre, y aunque muchos de ustedes se han empeñado en atribuirme milagros, de verdad os digo que nada se hacer aparte de hablaros de esta forma que ustedes no entienden.
Manuel se adelantó.
-Si venís con Mandinga sos amigo, vení, sentate con nosotros y contanos... si querés podés apagar la luz...
Efectivamente el tipo apagó la luz y ahora en tres pasos entró en la rueda de sillones y taburetes, se arremangó con un brazo los géneros y se sentó alargando las patas hacia adelante como quien viene cansado de caminar.
-Bueno, habrán sentido hablar de mi. Me llaman Jesús y conozco a Mandinga desde hace tiempo. Dice que están siendo acosados por el loco de Satán...
Nadie continuó la conversación. Estaban todavía atorados con la aparición y además con la duda. ¿Estaría este pretendido Cristo, caminando por el jardín cuando Mandinga subió por su bola?
Las miradas se concentraron de tal modo que Mandinga tuvo que hablar.
-Acaso no me mandaron a buscar ayuda...?
-Pero dónde lo encontraste?
(Cristo pestañeó algo avergonzado.)
-En la nebulosa de Andrómeda. Ya iba por la nube de Oor cuando recordé de una comunidad Hippie en la que los astrónomos de aquí llaman Ax15-MRO21202, la estrella, claro, a la que orbita un viejo planeta terroso y selvático que de lejos hiede a menta. Me equivoqué y fui a dar a la gran siete. Pasé demasiado cerca de una de neutrones que me hizo doler de cabeza. Bajé en un pequeño planeta de rica atmósfera analgésica olvidándome precisamente de que ese gas era el famoso gas del olvido. Un mes, más o menos, estuve sintiéndome bien panza arriba entre los yuyos, hasta que se me ocurrió visitar una hermosa estrella que se apreciaba como muy cercana. Se veía hasta de día como un diamante azul colgado de la alta cúpula...
-No hace ni diez minutos que saliste de aquí...
-¿Diez minutos...?
La mirada desconcertada de mandinga se dirigió a Cristo, como preguntando. Cristo se encogió de hombros. Vittorio le preguntó:
-Estaba usted en esa colonia hippie de la nebulosa de Andrómeda?
-Allí sobrevivo en un planeta pacífico...
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