El sol ya se filtraba por entre las ramas de los pinos cuando Manuel dejaba de modorrar entre sábanas y frazadas, todas suyas desde el amanecer, cuando sin ruidos, la flaca había levantado su cuerpo del colchón, caminado descalza hasta la puerta y luego calzada hasta su bicicleta, que había dejado tirada en el pasto la tarde anterior. De modorrar dejaba Manuel y de jugar a estar dormido, cada vez más consciente de que era hora de ponerse en movimiento en procura de ese nuevo trabajo que mal que bien le arrimaría algunos buenos pesos al bolsillo. Claro que antes tendría que terminar el arreglo de la pastera, que aunque no iba a llevar enseguida hasta esa casa, la iba a precisar de todos modos aunque no fuera este un trabajo de césped.
Abrió los ojos. El tiempo era el mismo de los últimos dos días, veranillo intempestivo encajado luego del último temporal de lluvia y vientos y seguro que antes de otro que se vendría de un momento a otro, tal vez de viento y frío. Se tiró de la cama, resonó los talones en el piso y en cuanto estuvo parado se encaminó al baño para el aseo y el peinado, a la cocina a manducar algún resto de la noche y al fondo a terminar lo inconcluso.
Para el mediodía salía en la bicicleta con el papelito de la dirección en el bolsillo. Chalet Las Orquídeas, por Becú hasta el fondo y doblando a la derecha en el mástil dos cuadras a la izquierda y una a la derecha pasando la casa de los narigones Pereira. Evaristo Ferrari era el desconocido dueño, cosa que también estaba escrito con letra menuda y prolija, señor de mucha guita, según la flaca, y una camioneta doble cabina.
Lo atendió una señora teñida de rubio con un gato angora en los brazos. -¡Justo ahora que mi marido no está!-dijo momentáneamente compungida. Manuel le pidió que le explicara cual era el trabajo, que él igual vendría en el momento oportuno. -No,-corrigió la señora ya algo animada- No es problema, yo le explico. Lo principal era el césped pero habían otras cosas. -Que no sé si usted se ocupa-continuó-lo veo tan joven que…y otra vez se detuvo, mientras recorría con la mirada de arriba abajo a Manuel deteniéndose en la cara y después en los propios ojos, demasiado tiempo para una simple duda, sonriendo entre nerviosa y avergonzada –no sé si usted…no sé si vos hacés arreglos de plomería porque tengo unas manchas de humedad y una gotera en el techo de la cocina…vení, vení que te voy a mostrar…
El chalet era muy grande, colocado en medio de una proa enmarcada de ligustros y sobre un amplio césped lleno de peladuras y matorrales de yuyo, así como cagadas de perro, sachets vacíos de leche y latas de atún bonito. Adentro no, todo relucía y olía a cera y Agua Jane. Gruesos muebles de algarrobo, estufa de leña tamaño garaje, con herrajes como para colocar y asar una vaca, alfombra silenciosa de pared a pared…El resto eran guampas de venado, ceniceros de cristal, una lámpara de pié, almohadones color arena y un barcito sobre un lado en cuyo pequeño mostrador restaban olvidados un par de vasos anchos y culones con restos de bebida en el fondo…La señora había entrado en confianza. Por aquí, vení seguime…Ah, cómo me haría falta una persona como vos de forma permanente…para mantener en funcionamiento todo este caserón! Ves, aquí arriba, esta mancha y aquí abajo contra el zócalo…-se agachaba para indicar y de paso mostraba por el escote abierto de su blusa un par de blancas tetas, demasiado blandas y pecosas para el gusto de Manuel. -Y aquí arriba que no se ve porque queda encima de la alacena, pero…Vení subite que yo te sostengo la silla…así. Ah perdón ¡ casi te hago caer! Apoyate nomás, apoyate en mi hombro que…Ah ¿y ese ruido? Ha de ser mi marido que…
Entonces sí, casi hace caer a Manuel cuando este se inclinaba para ver por encima del mueble y ella soltó de golpe la silla para salir trotando a la ventana del frente y de paso abrir y dejar abierta la puerta del jardín por la que habían entrado y arreglarse la blusa cuyo botoncito superior de nácar habíase por accidente desprendido.
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