martes, diciembre 01, 2009

763. La Lagarta

Mientras el vendaval chorreaba sobre las espaldas y de ellas seguía por las piernas flacas, Erika , adelante, zigzagueabaa sabiendo que la seguían más por instinto que por comprender sus movimientos de verdadera lagartija. Tal vez acostumbrada a evitar lugares que conllevaran peligros, todo el tiempo iba metiéndose por los baldíos arbolados y saliendo de ellos por los fondos de las casas, pero también de pronto caminaba largos trechos por alguna calle de balastro, como a tientas, semi agachada, como si temiera un ataque sorpresivo o estuviese, incluso en su imaginación, en plena lucha con invisibles enemigos implícitos en la lluvia y el viento que por momentos parecían arrastrarla.
De pronto, en medio de un pinar un poco más extenso que los otros, se detuvo frente a un gran tronco cortado, y con uno de sus pies descalzos le empujó, haciéndole girar una media vuelta. Se descubrió una boca abierta, suficiente para el paso de una persona, por donde comenzaba a chorrear ahora el agua que había estado cayendo sobre el tronco.

-Rápido, antes de que alguien nos vea!

Imposible que existiese ese peligro. En todo el recorrido de por lo menos diez cuadras, no se habían cruzado con nadie, ni visto siquiera persona alguna asomada detrás de tantas ventanas. Aquello parecía una población fantasma de típicas viviendas de clase media, con jardines y primorosos setos ahora destrozados por la fuerza del vendaval. Ni un alma. Ni un perro rottweiler, ni un rezagado habitante llegando por fin de vuelta a casa.

Entraron al hueco uno tras otro y todos detrás de Lagarta, quien encontró en la oscuridad un trozo de cuerda terminada en un gancho con lo que volvió a la entrada a maniobrar desde ella con evidente intensión de volver el tronco a su lugar cubriendo la boca. Porque debajo de la entrada había un espacio bastante amplio que alcanzaba para agruparse sobre uno de los lados a esperar que los ojos se habituaran. Pero no. Una vez cerrada la boca superior, se tuvieron que orientar por el tacto y el oído, para no separarse, ya que que Lagarta había retomado su anterior agilidad y, a la voz de "por aquí, síganme, por aquí", peligraba perderse en profundas oquedades fáciles de imaginar como una red de galerías.
Reptaron de esa manera por lo menos una hora, pasando por sectores amplios, donde parecía haber espacio hasta para ponerse de pie, y otros en los que por momentos Manuel temía quedarse atracado y no poder seguir avanzando. Luz, ninguna. Al menos hasta el momento en que de golpe la estrechez se transformó en un amplio espacio medianamente iluminado por escasas antorchas que, a pesar de ese aire fantasmagórico Manuel pudo reconocer como su querida Galería Máxima, aquella desde la que tantas veces había despegado con su bola de cartapesta.
Enseguida fueron rodeados por un grupo de "aborígenes" de diversas cataduras, todos desnudos, aunque algunos llevaran adornos y otros pinturas en algunas partes del cuerpo, que les comenzaron a preguntar de dónde venían y esas cosas, en vez de advertir el triste semblante de Lagarta, y preguntarle por sus amigos.
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