viernes, noviembre 27, 2009

762. No les tengo miedo!

Escuchando a la rubia, que dijo llamarse Lagarta y también Erika, no se dieron cuenta del oscurecimiento repentino del cielo. Recién cuando gruesas goteras pasaron el follaje y golpearon las espaldas encorvadas sobre oscuras historias de los tiempos que corrían en esa Tierra, fue que lo advirtieron. Llovía. Pero llovía de una manera escandalosa enormes gotas que golpeaban como escupitajos de ametralladoras desesperadas. Azomaron las cabezas y vieron cómo la superficie de la arena se texturaba de miríadas de pequeños cráteres que en seguida eran desechos por otros y otros en constantes oleadas, mientras el cielo se ponía más y más oscuro. La playa hasta donde se podía ver era ya cubierta por una lámina de agua que se iba desplazando rumbo al mar... y comenzaba a arreciar el viento.

Recordaron la desnudez y preguntaron por algún lugar más protegido. Los había y no demasiado lejos pero... Hasta qué punto ella debía revelar ese secreto a unos tipos tan raros que acababan de llegar desde el otro lado del mar? Lloró otra vez y con un hilo de voz llamó a Felipe poniendose las manitas como si fueran orejas a la altura de las sienes. Después se ovilló sobre los pequeños senos, con la cabellera sobre el agua que también allí corría, con las manos ahora tapándose los oídos y los rosados gluteos al aire, en extraña aunque tal vez mística actitud.

Estaban todos temblando. La lluvia había amainado ligeramente pero el viento zumbaba entre las ramas y silbaba alternadamente en un contrapunto rabioso capaz de alterar hasta el más equilibrado temperamento.
Dengue se animó a apoyar una mano sobre el hombro de Erika. Le pidió que confiara en ellos, le dijo que ningún daño le harían, que estaban perdidos y no sabían cómo regresar.

Ella levantó la cara y les miró de una manera atemorizante. Parecían sus iris volverse tornasolados y emitir llamaradas de coraje.

-Ustedes no podrían hacerme daño. No les tengo ningún miedo!- , les dijo.
-¿Y entonces..?-
-Es a mi gente a quien protejo. No puedo hacerles correr peligro.

Habiendo terminado la frase les quedó mirando muy atentamente. Les estudiaba, como se estudia un rostro para descubrir pequeños temblores y ese frío que a veces corre por la piel erizando las más sutiles vellosidades. Descubrió la emoción . Se convenció.

-Ja, ustedes son de los nuestros. Por algo andan sin ropa... Vengan al refugio.

Tomó la delantera hacia el borde del montecito. Escrutó el vendaval en todas direcciones y se lanzó como una fiera, clavando los talones en la arena, separados para avanzar sin perder el equilibrio.

Eran una hilera de cuatro pequeños bichos luchando por avanzar en contra de todos los elementos. LLegaron a las palmeras que a gatas se mantenían en pie a costa de perder hojas. Adelante se habría un descampado, una calle quizá -estaba tan oscuro - rodaban o volaban muchas cosas y más allá, entre la bruma que se estaba extendiendo, se adivinaban casas cerradas, perros asustados, niños refugiados en sus dormitorios...





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