Mientras tanto Giorgionne pensaba todas esas cosas, y muchas otras que no se detallan por no distraer, el ómnibus de Copsa había terminado su recorrido en la terminal de Ciudad Vieja. Los pasajeros, sobre desparejas veredas enfilaban tasiturnos, sin ojear los titulares sobre la la Ley de Salud Reproductiva, el posible veto del presidente, la excomunión prometida por Cotuño y las elecciones en Peñarol. Un día más. Uno más de tantos grises dias en el pequeño país de los hombrecitos grises que cotidianamente suben y bajan sin protestar demasiado por las carencias del servicio o la incomodidad de los asientos. Otro día para terminar frente a un plato de comida tibia, una pantalla que habla estupideces y una compañera cansada de soñar la vida como una pasión.
En otras partes de la ciudad, en simultáneo, los últimos comerciantes cerraban sus tiendas o ferreterías con la magra cuenta en la memoria y el sonsonete de la radio que habían escuchado sin escuchar desde algún lugar de los estantes, entreverada con las mediadas de los tornillo, el precio del quilo de papa, y esa moto del vecino que revienta los tímpanos a cualquiera. Otro día que se suma a los muchos que han pasado desde que ya no se esperan, sino que se dejan pasar como los bancos de niebla. Puré de papas sin sal ni aceite en que ha concluido aquella lucha de clases tan temida y postergada por una entera generación, que a fuerza de paños tibios, consideraciones y alianzas terminaba siendo la cosa más parecida a la nada. Una nada totalmente honesta.
Vittorio lo sabía. Lo iba sabiendo mientras volvía a caminar las viejas veredas aquellas de cuando bastante más joven festejaban la vuelta de la democracia y el entierro de la feroz dictadura instalada para evitar esto que al fin la había sucedido. Paradoja, que fuera tan difícil decir cual de los bandos había triunfado, si no era que los dos habían sido derrotados por la grisura y la fuerza de la costumbre. Dictadura mucho más duradera, prohijada por generaciones de empleados públicos aburguesados y carentes de conciencia verdadera, que al parecer de Vittorio, nunca podría terminar en la defenza corporativa de algunas ventajas económicas alrededor del derecho de no hacer nada. Aburrirse todos los días hasta los tuétanos pero con mucho cuidado de nunca llegar a ser útiles. Los odiaba y al mismo tiempo se sabía uno de ellos. O más bien les comprendía de mala gana, todos sumergidos en este mar sin olas en que se había transformado la vida, la de ellos y la suya propia, desde que les habían convencido de que la política es simplemente el arte de lo posible, y lo posible, lo que hay.
Dobló por Durazno y mientras iba sacando del bolsillo chico las llaves saludó a la muchacha del quiosco que tantos defectos tenía según su mujer y al hacerlo volvió a ver la estampa viviente de aquella cosa en que se había transformados tras diez años de matrimonio. Roselín Rosencratz de Giorgionne. Escribana.
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