sábado, julio 19, 2008

568. Sombreros Alcahuetes

Entonces Manuel entendió por qué los sombreros chinos tenían esas abrazaderas que rodeaban todo el cráneo y que solamente para dormir era posible destrabar con la ayuda de ese aparato en el cual les hacían meter, parecido a una ducha de campaña, y al otro día volver a pasar por allí, antes de salir al plantío. Hasta ahora le había parecido un procedimiento gracioso, típico de gente que hace todo según el último grito de la tecnología ahorradora de mano de obra local. No se había puesto a pensar por cual método era que los tipos individualizaban a sus prisioneros, ni mucho menos como podrían hacer en caso de rebelión, para controlar y prevenir los movimientos sorpresivos de algún grupo que pretendiera saltarse las alambradas de púas, lejos de la vista de los guardias que apostaban desde lejanas atalayas. Simplemente no se había imaginado lo que ahora sí se imaginaba a partir de las palabras de Jarumi. Los sombreros no sólo servían para visualizar la posición de cada prisionero sino además, para individualizarlos. Porque, no de balde la única manera que había de activar la máquina de poner y sacar sombreros era metiendo los dos pulgares en sendos agujeritos que estaban adecuadamente ubicados a ambos lados del cubículo. ¡Era un sistema de identificación por las huellas dactilares! Pero puesto ahora a pensar en todo el sistema, le pareció que lo de las atalayas que decía Jarumi, controlando las posiciones, no terminaba de convencerlo; las atalayas estaban demasiado distanciadas unas de otras y sería tarea harto difícil para los guardias llevar el control de tantos sombreros móviles en aquel mar de plantas sacudidas por el viento. Se le ocurrió entonces, que los sombreros deberían guardar de alguna manera, la información que recibían de las huellas dactilares y al mismo tiempo ser capaces de transmitirla a quien se la solicitara. ¡Los sombreros deberían ser antenas, que aparte de localizar al pobre desgraciado que lo llevara puesto, alcahueteara su identidad! ¿Como? Pues mediante algún satélite que seguramente debería estar encima de ellos todo el tiempo, retransmitiendo el mapa completo de la plantación, con los puntitos correspondientes a todos y cada uno de los reclusos.
La excitación que le produjeron estos pensamientos había barrido por completo con la modorra que hasta entonces le dominara. Quiso transmitírselos a Magda y a Jarumi, que todavía andaba allí a tres pasos de distancia explicando cual era su posición en el dormitorio 2H, cuando un violento zumbido comenzó a hacerle vibrar el encéfalo desde adentro, al tiempo que desde ambas lados del sombrero una voz impersonal, pero inequivocamente autoritaria, le ordenaba: Recluso Aquelarre, Manuel, apartese a no menos de veinte metros de cualquier otro recluso. A pesar de que estaba perdiendo el sentido de orientación por causa del zumbido, logró levantar la mirada hacia las dos muchachas y ver cómo se revolcaban por el suelo tratando desesperadamente de quitarse las parabólicas de la cabeza. Quiso entonces correr para auxiliarlas, pero, cuando ya llegaba a ellas, la señal perturbadora incrementó su intensidad de tal manera que por poco pierde completamente el sentido. Cayó al suelo. Mordió el polvo y ennublecida su conciencia por tanta desarmonía e intoxicación simultáneas, creyó por un momento encontrarse todavía dentro de aquel rollo de alfombras venecianas que le había servido de estuche en su primer viaje a Gualeguaychú. Cuando la vibración volvió al primer nivel, reapareció la voz sintética, que ahora con la misma falta de humanidad le advertía, que lo padecido no era más que una pequeña muestra de lo que le esperaba si insistía en quebrantar las reglas

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