sábado, septiembre 19, 2009

737. Del cubo sacó una llave

Entraron a la Villa Los Dogones pasado el mediodía. En fila india y en silencio traspasaron el portal de dos hojas, debajo del arco donde un cartel tallado en madera de lapacho, con extraños símbolos, adelantaba a cualquier visitante que estaba ingresando a otro mundo. Nada parecía haber sufrido el paso del tiempo, ni el portón ni los jardines, por cuyos caminos tapizados de piedras coloridas se acercaron a la construcción, estilo colonial portugués, treparon los tres escalones hasta el corredor de columnas de madera y vieron abrirse la alta puerta celeste ceniza con vivos blanco viejo.
Se abrió a un interior sombrío pero cálido, adornado apenas distinto que el que Manuel ya conocía. La gran biblioteca, una reproducción enorme de Portinari, tallas en marfil y ébano, un dyengué en un rincón, un sillón tallado en una sóla pieza de madera, una alfombra de cuero, tal vez de búfalo... Pero ninguna fotografía de los Tucu tucus...
Ernesto les detuvo en medio de esa sala, y con expresión de quien procede a iniciar algo demasiado significativo como para un ademán cualquiera, empujó con la gran palma de su mano derecha una biblioteca menor, quer sobre el piso completaba el flanco derecho del hogar. Sin quejidos ni tituveos, el mueble se deslizó más de un metro, metiéndose en el muro y dejando al descubierto una angosta y casi vertical escalera descendente, que se perdía en la oscuridad del hueco.

-Bajaré primero para despejar el camino,- dijo al tiempo que accionaba un interruptor de luz en el piso yse agachaba para tomarse del extremo de una barra que oficiaba de pasamano.

Por supuesto el sótano estaba lleno de aparatos electrónicos. Computadoras, ni que decir, Pero también otras cosas que nadie pudo reconocer. Pero era pequeño y en ninguna de sus paredes, por cierto que poco visibles, se hubiese podido suponer alguna salida o de esos llamados pasadizos secretos.
Era un bunker de una sóla plaza, para una persona que estuviera interesada en los aspectos más generales, lejanos y abstractos de la humanidad... de la ciencia..., tal vez del universo.

A Manuel le llamó la atención un cubo de vidrio, casi de un metro de arista, cuyo interior no parecía estar ni lleno ni vacío, pero sí, que le faltaba al menos la cara delantera...

Ernesto Federico se paró justamente frente a eso para iniciar su explicación.

-Esto que ven aquí es un aparato misterioso, que hace años me llegó sin poder saber quien era el remitente... No sé exactamente para qué sirve. No venía acompañado de ninguna explicación pero... yo he estado probándolo. ¡Vean!

De inmediato metió la mano derecha por la abertura frontal y todos pudieron ver cómo, a medida que avanzaba parecía empequeñecerse, y que, al menos en apariencia, aquel interior se iba poblando de un sinnúmero de formas luminosas difícilmente reconocibles. De pronto de un tirón retiró la mano que ahora apareció cerrada y un poco más oscura que al entrar. Pero normal de tamaño. La abrió. como abre el mago la mano después de retirar de una oreja el famoso anillo perdido. Y al abrirla pudieron todos ver en ella, no el anillo, sino una llave. Una pequeña y vulgar llave de bronce, gastada por el uso y sin ninguna seña en particular aparte de dos iniciales en letras latinas: A.L.

La expresión de Ernesto no era de satisfacción. Reflejaba quizá tanta o más sorpresa  que los otros, y sin duda mucha preocupación.

-Vean que esta llave no estaba en este mundo, la he robado de otro, y no sé, en realidad , cuales pueden ser las consecuencias.

Rulo ingenuamente preguntó por qué no la devolvía.

Ernesto apenas sonrió y, pasando el pequeño objeto a manos de Manuel, explicó que no encontraba el modo de saber si era posible llegar dos veces al mismo sitio

-Cada vez que lo hago el resultado es distinto. Alguna vez, creo que llegué a palpar la piel de un ser vivo...

Ahora todos callaron. La tenue luz que todavía emanaba del cubo, les iluminaba con esos tonos que usan las películas de terror, desde abajo, iluminando las narinas y las órbitas de los ojos, pero no las frentes,

Manuel quizo hablar.

-Me parece que al aparato le ha de estar faltando una parte que es la que se encarga de dirigirlo a donde uno quiere. Mi abuelo y su amigo Germán han perfeccionado mucho estas cosas...
-¿Tu abuelo? ¿Ese que era amigo de Don Miguel...?
-Ese. Abelardo Goiticoechea. El que me anda buscando.

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